La isla de los hombres
La isla de los hombres
Las campanas anunciaban el alba. Convocaban las miradas de todo Perast hacia un punto de la bahía. Todos pendientes de Nuestra Señora de las Rocas. Todos excepto Jacinta. La mujer concentraba su atención, con ayuda de una lupa, en otro punto minúsculo de un tapiz, a un palmo de su rostro.
—Madre, deja la aguja. Has terminado tu ofrenda; no es necesario el sacrificio de tu ceguera.
—Me falta muy poco. Deja que cumpla mi obligación de esposa y cumple tú con la tradición de los marineros.
Francesco abandonó la sala. Poco más tarde, ya estaba en el puerto, donde cada año, llegado el veintidós de julio, quedaban emplazados los hombres. Las barcas, con un ramo en la proa, mostraban parte del casco sumergido por la pesada carga de piedras; se diría que estaban expectantes por saber su lugar en la procesión de la Fasinada.
Fue una singladura de una hora. Al llegar al borde de la isla, se procedió a arrojar el lastre por la borda. Cada piedra sumergida iba envuelta en un sueño, unos centímetros que aumentarían los cimientos de la isla.
Grano a grano se hace molino. Y, piedra tras piedra, desde el siglo XV, se hace una isla. Entonces sólo era apenas un peñasco. Una leyenda decía que allí se encontró el icono de la Virgen. Pronto, los venecianos hundieron en ese punto cien barcos llenos de pedruscos. Luego, la tradición fue haciendo el prodigio, la isla de los hombres. De momento, casi a mitad del XIX, cien metros de largo y algo más de cuarenta de ancho. Y sólo un edificio: la iglesia, con un cuadro de la Virgen y las paredes cubiertas de exvotos.
Francesco no pudo quitarse de la cabeza en todo el día la imagen de su madre. La había visto envejecer obsesionada con su particular exvoto. Veinticinco años bordando con hilos de seda, y filamentos de oro y plata, un tapiz de damasco. A puntada doble oblicua, es decir, seiscientas cincuenta puntadas por centímetro cuadrado. Había empezado cuando él era niño. Para que la Virgen devolviera al padre de Francesco a salvo. Pero Francesco ya sabía que no era posible.
Como también sabía en qué lugar de la casa encontraría a su madre: en el salón, y bajo la influencia casi inútil de unas velas, porque la mujer, fuera de lo diminuto, apenas distinguía gran cosa. Estaba bordando el pelo de unos angelitos. Y el hilo que utilizaba también era pelo, su propio pelo, ya completamente blanco.
Luciano Maldonado
(Gijón - 2024)
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