El retablo de piedra
El retablo de piedra
Finalista en el “VI Concurso Internacional de Relato Breve
La Lectora Impaciente” (2009)
Ahí está. Joya de la Ribeira Sacra. Majestuosa por su armonía entre formas de un románico sobrio, pero elegante a la vez, y el volumen de piedra arenisca. Treinta centímetros de grosor, metro sesenta de alto y casi tres de largo. Un solo bloque que destaca en su parte superior un triángulo isósceles, con Jesucristo, en el centro y de mayor tamaño, y los apóstoles repartidos a ambos lados.
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–¿Da usted su permiso, padre Juan?
–Adelante, fray Benito. ¿Qué ocurre?
–Perdone que le interrumpa, padre prior, pero he creído urgente adelantar mi regreso. No he permitido descansar a los mulos durante la subida. Y traigo las viandas que me encargó. Pero he de comunicarle que los franceses han ocupado el valle. Muchas casas están ardiendo, se producen saqueos, muertes violentas... Alguien les ha hablado del monasterio, de las riquezas de la iglesia… Mañana, bien temprano, los tendremos aquí.
El rostro del prior se tensó con una energía similar a la que dio a sus palabras.
–¡Rápido! Avise a todos los hermanos. Que se reúnan en el pasillo de la sacristía.
Desde ese instante, tal fue el frenesí, que no hubo nada que diferenciara unas horas de otras: quedaban interrumpidos los rezos, descansos y comidas del refectorio.
Poco antes del alba, un grupo de jinetes profanaba la iglesia, avanzando con estrépito de cascos por el centro. A pie, dos filas de soldados registraron los confesionarios.
Junto al altar, el prior y el hermano Benito.
De nada le sirvió al padre Juan su conminación para que se fueran. El comandante bajó del caballo y, con el sable sobre el pecho del fraile, exigió todo aquello de valor que hubiera. ¿Dónde estaba el famoso retablo de piedra? ¿Dónde escondía los cálices de oro y joyas?
–No queda nada, salvo este retablo de madera que veis –señaló fray Benito–. Somos los únicos al cuidado. Los demás hermanos, llevándose los objetos más valiosos, hace meses que se trasladaron a otro convento.
–¡Buscad en las celdas! –exclamó fuera de sí el oficial–. Y algo más: colocadlos junto a ese muro. Si dentro de un cuarto de hora no nos dan lo que hemos pedido, los fusiláis.
Acabado ese plazo, el fragor de las detonaciones se redobló por efecto de resonancia de la bóveda. Los cuerpos se doblaron como fardos. Y sólo unos ojos perspicaces, con ayuda de más luz, se hubieran percatado de que aquel muro por el que se precipitaban finos chorros de sangre estrechaba ligeramente el pasillo. Es más: hubiesen notado, también, que parte de esa sangre era absorbida entre las piedras por la argamasa. Argamasa, bastante reciente, que se empleó para repasar las juntas.
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–Tenemos que irnos. Quieren cerrar ya la iglesia –le recordó su mujer–. Mira, en vez de tantas fotos, a ver si inventas algo para encontrar otros posibles tesoros escondidos tras muros.
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