Plus Ultra


                                                                                                  Plus Ultra

Basado en hechos reales

        —Es sorprendente las vueltas que da la vida… —le dije a mi anfitrión nada más entrar en la gran sala, ahora totalmente transformada.

        —Sí, tantas vueltas como las que ha dado este barco en sus múltiples singladuras por distintos mares. Mira —Y se giró hacia mí deteniendo el paso, como para facilitar que me centrara aún más en el resto de sus palabras—: ahora que ya soy su capitán a perpetuidad, te voy a contar un poco de los avatares de su historia, en la cual he buceado con interés, mucho antes incluso de ser su propietario. Desde 1927, año de su botadura, al principio sirvió para cubrir la línea entre la Península y Fernando Poo, como carguero mixto de pasajeros y mercancías. Luego, al estallar la Guerra Civil, ejerció de buque prisión en las costas gallegas y, al mismo tiempo, como transporte de armas en ocasiones entre diferentes puertos del norte. También, al igual que el avión famoso de su mismo nombre, hizo algún trayecto con tropas desde Canarias.

         —Pues me parece asombroso. Por una parte, porque no pensaba que fuera tan antiguo y, por otra, porque cualquiera diría, sin esos datos, que era un simple barco de transporte más de la compañía Trasmediterránea.

        —Bueno, de eso se ocupó en su juventud y mucho más tarde en la vejez. Pero en sus años maduros hizo de todo, ya que, una vez finalizada la guerra, volvió a su acostumbrada línea con Fernando Poo. Salvo una interrupción, al principio, con objeto de poder llevar excombatientes musulmanes de nuestro conflicto bélico a su peregrinación a la Meca; Pocos años después, al término de la Segunda Guerra Mundial, sirvió también para repatriar desde Génova a cientos de españoles; se fue a continuación hasta las Filipinas, con decenas de diplomáticos japoneses y todos sus familiares, quienes huían de Europa y hacían escala allí, tratando de alcanzar su país; también hizo un extraño trayecto al Congo, con muchísimos religiosos belgas… Es verdad que cuando tú fuiste pasajero suyo, en 1972, llevaba años haciendo su acostumbrada línea fija Sevilla-Cádiz-Canarias; pero aún le faltaba por vivir un hecho muy singular: en 1975 tuvo que servir para evacuación de militares y efectos del Sáhara español, tras la famosa Marcha Verde. Es más, incluso se vio en la obligación de transportar los restos de cuatrocientos españoles, desde el cementerio del Aaiún, que pasaría de inmediato a dominio de Marruecos, hasta el cementerio de Las Palmas. Bueno, y eso es todo, amigo —escogió para rematar su historia, imitando tanto la frase como el tonillo musical de los viejos dibujos animados.

         —Pues, la verdad, no tenía ni idea de todo eso.

       —Claro, es normal que sea así. Yo lo sé, como te dije antes, porque me he documentado. Pero dime: hace unos minutos, junto a la puerta, me contaste que habías viajado en él a casi todas las islas de Canarias, durante semana y media, en el viaje de estudios del bachillerato… ¿Y cómo te has enterado ahora, después de tanto tiempo, que el mismo barco de tu viaje estaba aquí y tan cambiado?

        Caminamos en ese momento lentamente hacia la serie de estrechos ventanales de la sala que daban a proa, ahora orientados definitivamente al norte, hacia el cercano islote de la Tortuga, que mostraba su perímetro rematado con la puntilla de las olas rompientes, hacia la grandiosidad del Cantábrico, que se perdía bajo cielo plomizo, hasta el horizonte, como un manto de mercurio bordado de infinitas y diminutas crestas.

        —Todo fue por pura casualidad —le respondí mientras acariciaba la lustrosa madera de uno de los marcos de los ocho ventanales—. Hace una semana, cuando hacíamos tiempo hasta que comenzara nuestra clase de taichí, conté en el vestuario un poco del viaje de estudios a otros jubilados. Bueno, lo típico, recuerdos sueltos o aventurillas de lejanas épocas. El caso es que nunca se me olvidó el nombre de este barco: Plus Ultra, tan evocador en su emblema de la etapa imperial de nuestra patria. Y, mira por dónde, uno de los que me estaban escuchando, que era práctico jubilado del puerto de El Musel, al oír dicho nombre, nos informó de algo que desconocíamos por completo. Ese barco, al final, se había traído al puerto de Gijón, donde fue subastado y desguazado. Alguien, ahora sé que es usted, lo había comprado para que gran parte de la estructura superior que sobresalía de la cubierta, es decir, salón comedor, dormitorios de tripulantes y puente de mando, se convirtiera en su vivienda particular. Aquí, un navío varado eternamente, sobre esta gran pendiente del Parque de la Providencia hacia el mar, como por efecto de un gran tsunami que se hubiera encaprichado de hacerlo.

        —Muy poético, sí, pero no fue tan fácil ni mágico, evidentemente. Hubo que trabajar mucho antes de poder ver este resultado que llama la atención de la gente. No sólo en el transporte especial de voluminosas piezas; también en la cimentación más adecuada, acople de cañerías, electricidad, etc. Mira, tengo un álbum con muchísimas fotos recogidas de sus periplos por el mundo, tanto fotos que habían ido guardando los distintos capitanes, como las que he añadido yo posteriormente del progreso de las obras para su emplazamiento en este lugar. Digo que tengo un álbum como, también, otros muchos objetos de esta embarcación, que permanecían en el fondo de muchos cajones. Incluso el famoso cuaderno de bitácora, claro está. Vamos arriba.

        A pesar del tiempo transcurrido, reconocí el espacio como el mismo lugar, apenas cambiado en este caso, que yo había pisado por invitación del capitán de entonces, casi cincuenta años antes. Salvo determinados objetos y adornos, lo esencial del puente de mando antiguo aún permanecía en su sitio. Era extraño: concentrando la mirada al frente, hacia el mar, y si se perdía la referencia de la costa a la derecha, apenas invasiva en el conjunto del paisaje, daba la sensación placentera de que el barco aún se movía, que cabeceaba su proa blandamente sobre una procesión interminable de olas.

        —Aquí está —reclamó mi atención en el instante en que abría el voluminoso álbum, al cual había colocado y hecho un hueco sobre una mesa alta y repleta de cachivaches—. Debe de haber incluso algunas fotos del año que tú viajaste en él… Mira, sí, 1972. Hay páginas en que no aparece la fecha, pero en este caso sí que está. Y se pueden ver imágenes del exterior del barco y de grupos de pasajeros en cubierta. Pocas imágenes, por supuesto. Un carrete en aquella época tenía que durar para todo el viaje.

        Coincidió que una de dichas fotos, junto a la barandilla de popa, era de nuestro curso de sexto, con los profesores que nos acompañaban en medio del grupo.

        —Aquí tenía el pelo bien largo, la moda de aquellos años de rebeldía con causa. Aunque hoy mi frente esté bien despejada, como se suele decir, juro que fui ese chico. Yo, antes de salir de casa, escaneé en este folio otras dos fotografías. Pero no sabía si usted me iba a abrir la puerta y recibirme, como tan amablemente ha hecho. Me imagino que estará cansado de las preguntas y la pérdida de tiempo con tantos curiosos. —Y saqué del bolsillo de la cazadora el papel doblado—. Se trata del mismo viaje. En una de ellas estamos junto a la escalerilla de acceso; en la otra, sacada en la isla de La Palma, se puede observar parte del barco y el volcán Teneguía al fondo, entonces todavía humeante. Tenga, por si quiere añadirlas a la colección.

        —Te lo agradezco mucho —contestó de inmediato, mostrando interés en analizar los detalles de las imágenes.

        Luego, antes de bajar a la plataforma de hormigón que hacía las veces de la antigua cubierta, sacó de otro cajón un gran llavero y me lo entregó.

        —Yo también tengo algo para ti, como recuerdo físico de este barco. Es de una de las puertas de los camarotes amplios que había en la popa, en los que seguramente dormiríais. No te preocupes, tengo varios llaveros más.

        Unos minutos más tarde, después de recorrer el perímetro de edificio tan singular, y tras hacerme por enésima vez a la idea de que el casco no se lo había tragado la tierra, nos despedimos en la escalerilla de acceso, la cual salvaba un pequeño foso ante la entrada. En sus lados la escalerilla aún mantenía el rótulo, con las letras bien grandes: “Plus Ultra”. Todo parecía ceñirse a la realidad, a pesar de que rozara los dominios de la fantasía. Un barco que había ido, en efecto, mucho más allá, superando los límites de su tiempo.

                                                                                                                               Luciano Maldonado

                                                                            (Gijón, 2021)

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