Sensaciones bandoleras


 

     

         Sensaciones bandoleras

 

Relato publicado en la edición Otoño 2023

           de la revista Type Literaria

 
Por LUCIANO MALDONADO MORENO

 
Me asfixio. Es casi imposible respirar…
    Son las diez de la noche y el silencio y la oscuridad se han
adueñado ya por completo del pueblo. Esta
mañana, sin embargo, cuando bajé del coche
frente al hostal, mi presencia provocó
los ladridos de un perro un tanto desconfiado
que hasta ese instante se creía, tal
vez, el amo absoluto de la calle. Procuré no
mirarlo de frente. A cambio, lo que sí hice
fue levantarme ligeramente las gafas de sol
y observar muy rápido, menos de un segundo,
al astro rey brillando en el inmenso azul
sin nubes. Inmediatamente, cerré los ojos,
pero las diminutas imágenes danzantes de
los fosfenos contrastaron a continuación en
el negro cortinaje de los párpados. Reconozco
que fue una tontería, aunque tenía ganas
de esa sensación; especialmente, tras cuatro
días seguidos de cielo totalmente encapotado
en Gijón. Una o dos veces al año, al final
del invierno, por ejemplo, se hace necesario
caer en los tópicos y venir a secarse raudo
al páramo leonés. Parece mentira, pero qué
transformación más espectacular se puede
observar en apenas dos horas de carretera.

    Luego, una vez cambiado el calzado para
sentirme más cómodo, salí decidido a callejear
y comprobar todas las novedades habidas
en el lugar desde mi última visita. Éstas,
la verdad, suponía que no serían muchas; así
es que confieso que lo hago por algo para
mí mucho más fundamental: recuperar, «reviviéndolos
in situ», con la complicidad y motivación
del ambiente exacto, la mayor parte
de los recuerdos fragmentados que aún
mantengo en pie desde la infancia.

    ¿Pero cuánto tiempo habrá pasado?... Bueno, da
igual. Es mejor que ni lo intentes. No, no abras los
ojos porque ya te escuecen demasiado. Sería insoportable
el picor. Esta presión sobre la cara es tierra,
porquería, ¡qué sé yo! Recuerda lo que hiciste antes:
los abriste un poco para hacerte una idea del sitio y
fue peor. Horrible. Ni siquiera las lágrimas te han
aportado algo de alivio. ¡Si al menos pudiera mover
un brazo!... Vale. No pasa nada. Tienes que tranquilizarte.
Pensar. Pensar relajado. No dormirte… Eso
es. De lo contrario… ¡Que te tranquilices, joder! Si no
te desmayas, verás cómo vuelves a sentir las piernas.

    Lo que ocurre (o lo que creo que me pasa
en mayor medida que a otros) es que casi
todos esos recuerdos se me han vuelto cada
vez más incompletos. Se me han ido desdibujando
velozmente. Son, a menudo, voces
sueltas sin rostro con que pueda emparejarlas;
otras veces, al contrario: rostros mudos,
inexpresivos; también notas de olor imprecisas,
que me ocultan como vergonzosas sus
orígenes; incluso matices de color inclasificables,
pertenecientes a objetos más extraños
o fantásticos aún. Por ello, en la actualidad,
ya no me valen tanto para la memoria
las fotografías, los pocos cuadros que he
conseguido acabar en Asturias, o el vídeo.
Son medios apropiados para conservar imágenes,
claro está; pero que resultan del todo
inútiles ante los olores, el gusto o el tacto.

    A la busca de tales sensaciones, recorrí
despacio todas las calles del centro, la plaza
mayor, en torno al ayuntamiento y la iglesia;
seguí después el largo camino entre huertas
paralelo a la carretera y que desemboca,
como si se tratara de un afluente más, en la
ribera oeste del río. Pasé allí el resto de la
mañana, escuchando de nuevo el concierto
magnífico de silbos agudos, flautas y pícolos
de los pájaros en las copas de los chopos;
acariciando el pergamino suave de los troncos
de estos últimos, solo en ocasiones interrumpido
por estrechos cordones de nudos.

    Ese ruido del helicóptero se está alejando porque
necesitan oír bien. Seguro. No es que se alejen
para siempre. Eso es así. Por eso mismo las sirenas
de las ambulancias, de la policía, los bomberos, se
están escuchando cada vez menos. Quizá sólo cuando
encuentran y se llevan a alguien. Pero la presión
es demasiada, va a terminar por reventarme, por
estrujarme violentamente los pulmones. Fijo. Necesito
gritar. Si pudiera gritar… ¡Pues grita! ¡Grita
ya! ¡Otra vez! ¡Más fuerte! Han tenido que oírlo…
Aunque… si eso ha sido un grito, una llamada de
auxilio…, joder, se parece más bien a una venganza
escapada de la peor de mis pesadillas. Como cuando
quiero huir de un criminal en los sueños y no logro
avanzar ni un metro. Fíjate: de lo único que te ha
servido es para comprobar que tienes la boca pastosa,
llena de arena molida entre los dientes y que
forma… Es asqueroso: una argamasa de sabor sanguinolento.

    Al mediodía, cuando decidí que ya era suficiente
aquella dosis de inmersión en la naturaleza,
regresé a buen paso hasta el cruce
con la carretera principal. Entré entonces
en el viejo bar de la salida hacia Benavente,
frente al local de la biblioteca pública, levantada
sobre el solar en que antiguamente
se ubicaba el cuartel. Había quedado allí por
teléfono con Isidro, uno de los pocos amigos
que aún me recuerdan de aquellos años de
juegos y risas sin límite, antes de que mi familia
se mudase por segunda vez a otra parte
de la provincia. No estaba aún, pues faltaban
casi tres cuartos de hora para el momento de
la cita, de modo que entretuve la espera con
un vermú y haciendo un repaso de titulares
en el periódico. Alguien, quizás el hijo pequeño
de los dueños del local, había dibujado
en la primera plana un monigote.

    No pude concentrarme en lo que leía: los
ojos llegaron a trasladarse de renglón en
renglón como por inercia. Y todo ello fue
porque una especie de doble mío, mi otro
«yo juguetón» (y que el «yo abúlico» del presente
más ansía y persigue), me hizo ver a
través de sus ojos mágicos (esos que tantas
veces abortan mis miradas de añoranza hacia
el pasado —y no será porque no lo intento—),
en ráfagas de luz inigualable ahora,
los lápices de la caja «Alpino» con que coloreaba
nubes y nubes de un atardecer con
transparencias de mostos y vinos. Puede que
fuese un crepúsculo de otoño, sí. Sobre una
lámina arrancada de un cuaderno de dibujo
que mis padres me habían regalado el día de
mi cumpleaños. Enseguida, como en un lance
afortunado de mi quimérico juego de la
oca, se fueron encadenando múltiples saltos
de colores, sin parar: los cambiantes tonos
de las nubes se encerraron pronto en menudos
cristalitos de un caleidoscopio; éstos,
cuando predominaron claramente los granates,
se volvieron gotas de sangre que brotan
como rocío cruel tras un golpe hiriente
en la rodilla. La cual se muestra manchada
al mismo tiempo de barro, que necesita —es
urgente— ser limpiado en algún charco.
Curiosamente, en el agua se observan tenues
ondas irisadas, como por efecto de alguna
gota de gasolina caída allí. Y por último
(porque el ruido del vaso de otro cliente en
una mesa cercana ha roto el encanto), esas
ondas cromáticas del charco se van fundiendo
—y perdiéndose— con sus respectivos
colores en un gigantesco arco iris que pone
fin a un aguacero.

    Oigo voces cercanas. Sí, parece que están removiendo
escombros, vigas, hierros… No sé, pero espero
que los perros (suelen tener buenos perros en
estos casos) me encuentren pronto. No. No pueden
abandonar la busca así como así. De lo contrario…
La verdad es que el dolor se ha hecho uniforme, se
me ha extendido por todo el cuerpo. Bueno, menos
por las piernas; de las rodillas para abajo no siento
nada. Un poco más arriba… Lo más gracioso (si
me pudiera ver libre de esta situación y poder reír
por fin…) es que me lo he hecho encima. Ostras, sí.
Me he orinado como un niño pequeño. Ahora siento
la ropa empapada en esa zona. Antes, no. ¿Pero por
qué tuve que hacer este viaje? Y solo. Bueno, como
siempre. ¿Quién me mandaría a mí venir a Italia?

    Isidro se presentó muy puntual. Se le ve
animoso, dicharachero, con varios proyectos
al mismo tiempo en la cabeza. Me invitó
a comer en su casa, como la última vez que
coincidimos: hace dos años. Lo realmente
curioso fue que casi no reconociera a su
hija, después del tiempo que ha pasado interna
en León, estudiando bachillerato y un
ciclo de animadora sociocultural, según dijo
durante la comida.

    Como la conversación sobre recuerdos y
sensaciones volvió a salir, la chica nos dijo
que por qué no la acompañábamos por la
tarde al centro de cultura. Ella estaba dando
desde hacía un mes un taller sobre la
memoria para todos aquellos, no solo gente
de la tercera edad, que quisieran aguzar los
sentidos, volver a escuchar canciones olvidadas,
dichos o costumbres que se han ido
inevitablemente alejando, destruyendo poco
a poco como por acción de la carcoma.

    Ese taller ha resultado una experiencia
ciertamente encantadora, sencilla y al mismo
tiempo impagable. Porque nada más llegar
nos vendó los ojos (todos los que estaban
allí parecían muy acostumbrados a ello)
y, a partir de ese instante, nos convertimos
en catadores de sustancias, olores y texturas
que estaban pidiendo a gritos salir del
anonimato: el pimentón leonés para sazonar
guisos (picante, ligeramente avinagrado, impregnado
de humo). O el tacto de un pétalo
de rosa (sedoso, terso, insinuante y un poco
más carnoso que el de la amapola).

    Tienes hambre. La boca… ¡Escupe! Echa los restos
de esa mierda fuera y no te desmayes otra vez,
por favor. Te lo ruego. Pronto te quitarán esta otra
venda cruel que te aparta de la luz, de la vida, de
lo tuyo. Tienen que encontrarme ya… Han pasado,
creo, suficientes horas. Mi familia, desde España,
estará llamando a la embajada. Ayer (¿fue ayer?...)
les llamé nada más llegar a L´Aquila. Desde la habitación
del hotel les llamé. Bueno… desde aquí mismo.
Incluso la chica de recepción, Lorena (es guapa
Lorena, ¿eh?, una morena de rompe y rasga) me
trajo a la habitación el carné después de tomarme
los datos de dirección y teléfono en Asturias. ¡Qué
cosas tiene la vida! No había hecho nada más que
llegar a este hotel y…

    Todo lo que han rescatado mis sentidos
hoy, en el río, el bar, ese taller de la hija de
Isidro, me reconcilia con las luces y sombras
del pasado que van quedando alojadas en el
subconsciente de cada uno. Sí. Estas luces y
sombras forman retazos de memoria atada
a cada trayectoria particular, al devenir impenetrable
que nos acompaña y arrastramos
día a día sin saber interpretar ni por aproximación,
nunca, sus oscuros significados.
Y, sin embargo, en ocasiones especiales, con
el silencio de la noche, a través del sueño o
duermevela, incluso durante el día, por efecto
del reflejo de un cristal, por ejemplo, o
bien gracias al efluvio sutilísimo de una flor
que se nos esconde en un jardín (camuflado
luego entre otros muchos olores), tal vez al
pasar distraídamente por un mercado público
(entre múltiples especias), ahí está de repente
uno. Sí, es un jirón de ese pasado que
nos asalta bandolero a los sentidos ahora,
por sorpresa, durante un brevísimo segundo
tan sólo que quisiéramos estirar más y más,
hasta el infinito, si fuera posible. Es lo que
los franceses llaman déjà vu, la sensación extraña
de lo ya vivido.

    Ahora son las doce de la noche. Y ahora
sí. Ahora puedo dormir con mayor tranquilidad
porque todo está fijado con palabras en
el papel. Era lo que me proponía hacer y lo
he conseguido. Nada de esto volverá a perderse.

    No. Nada está fijado con palabras en ningún
sitio. Todas esas sensaciones del pasado siguen estando
sólo en mi mente, ¿Por cuánto tiempo más?...
Dicen que cuando se está a las puertas de la muerte
se recuerdan como en una película los hechos más
importantes del pasado. Pero yo, en cambio, he
vuelto una y otra vez en mis desmayos a un día deseado
y todavía no vivido. Ojalá sea ello un presagio
de buena fortuna. De momento… Sí. Parece que de
nuevo están aquí. ¡No desesperes! ¡Aguanta! Si tardan
unas horas más… ¡Quién sabe!... Puede que se
encuentren con el cadáver de un turista sediento de
arte que halló su final de un modo absurdo. Sólo sé
que domino mi pensamiento, pero a duras penas.
Bueno, también algunos dedos de mi mano derecha.
Si los muevo un poco más, si los estiro así…, logro
tocar… No, no puede ser; la piel fría de una cara…,
unos pendientes de mujer: los mismos pendientes
que hace poco (puede que fuese hace mucho ya) llevaba
puestos Lorena.


Luciano Maldonado Moreno (Villaquejida, León, España, 1955). Licenciado
en Filología Hispánica. Profesor de Lengua y Literatura españolas. Autor de la novela
La extrañeza de tus pasos (Zahorí Ediciones). Libros de relatos: Venir a cuento (editorial Peña Tú) y Veinte viajes de ida sin vuelta (Zahorí Ediciones). Finalista y ganador en varios premios:
Valentín Andrés, Ciudad de Tobarra, Concurso Literario Mes Carolino, Concurso
Literario Santiago el Verde, Certamen Literario y Montañero Cuentamontes, Villa de
Cárcar, Premio de Narración Breve UNED de Mérida, Castillo de Cortegana, Concurso
Internacional de Cuentos Max Aub, Certamen de Relato Encinas Reales. Guionista y
director de los cortometrajes Arroyo de serpientes (2020) y Agua… no, por favor (2020). Creador del canal en YouTube de relatos cortos y poemas con apoyo de imágenes y música
Poetry Luciano Maldonado Moreno.



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