Cinco semáforos en rojo


 

Cinco semáforos en rojo

Hay ocasiones en que millones de ojos quedan atrapados, durante segundos eternos, por el influjo de cinco semáforos en rojo.

Disfrutábamos de nuestras vacaciones en Italia. Sin rumbo fijo, dejándonos sorprender por los secretos placeres del azar. Mis cuñados y sobrinos abrían la marcha con su coche. De pronto, vimos el cartel de un museo automovilístico. Desde ese instante, conociendo a mi cuñado, supe que tomaría esa dirección.

Hicimos el recorrido según el orden cronológico que proponía el museo. Los críos se sintieron decepcionados ante tal cantidad de coches antiguos. Pero todo cambió. La sala final estaba dedicada a los coches de fórmula actuales. Había en ella dinamismo, televisores con secuencias de carreras, simuladores de pilotaje, monos de conducir donados por pilotos, incluso coches con los destrozos de su accidente; otros, en cambio, sin ningún rasguño en su carrocería.

—Debe de ser alucinante estar en la parrilla de salida y sentir la fuerza de una máquina como ésta —oímos que decía mi cuñado ante un monoplaza.

—Sí, tal vez ésa sea la palabra: alucinante —corroboró un hombre delante de nosotros que acariciaba el alerón posterior—. Es un torbellino de sensaciones encontradas, valor y temor, calma consciente y pulso desorbitado. El ruido de los motores lo invade todo y, como en un terremoto, los ochocientos caballos transmiten un frenético temblor. Cambian las cinco luces del semáforo, y tú, que sufres la aceleración contra el asiento, tratas de abrirte paso, aunque se acerca la parte cerrada de la curva. Surge el empuje hacia el lado contrario. No puedes: estás encajonado entre chasis de competidores. Llega el golpe por detrás, no dominas el coche, y éste, a su vez, choca con otros y se va arrastrando hasta quedar fuera, escorado como un navío. Percibes el cielo atrapado como un lago dentro del casco, con los espectadores cabeza abajo. Error: quien está en esa crítica posición eres tú. Luego me dijeron que otro coche cayó sobre el mío. A partir de ahí la noche sin tregua, sin posibilidad de marcha atrás.

Tenso momento. Parecía que no hablaría más. Se dio la vuelta y entonces vimos que un bastón blanco estaba asegurado a su muñeca con una correa. Antes de alejarse, añadió:

—¡Lo que daría por vivirlo de nuevo!... Pero, claro, sin un final así.

El recepcionista nos informó de que se trataba de un antigua gloria local, a punto de pasar a la fórmula uno. Desde entonces, acostumbraba a visitar el objeto de su verdadera pasión.

                                                                               Luciano Maldonado

                                                                                  (Gijón - 2007)



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