Verde y negro
Verde y Negro
Se oye la cancela y entonces ve que su amiga ha acudido a su llamada. Desde arriba, le gusta comprobar cómo el sol aviva los verdes del paisaje lejano, cómo se precipita sobre los tejados que se apretujan alrededor, robándose espacio.
Sin embargo, más lejos, bajo tierra, los ojos están hechos a la oscuridad, a recorrer bajo la luz del casco rostros ennegrecidos por la fatiga que van destilando las horas.
—Me dejas de piedra, Isabel. Somos amigas desde niñas. ¿Y ellos? Bueno… mi marido y Paco se tratan como hermanos desde que nacieron. ¿Y me dices que te vas?... ¿Que rompes con él?...
—¿Qué es lo que quieres? Paco, joder, que aún falta apuntalar un buen trecho de la galería. Y después, ya sabes, a recoger todo antes de subir en la jaula.
—Son muchas las horas de angustia, de desesperante soledad. Mis hijos ya no saben del mundo de su padre. Su niñez, sus días soleados, son noches sin luna para él, siempre en el pozo. También yo he vivido en un turno diferente al suyo.
—Pues, hombre, qué voy a querer: decirte que Isabel y yo os esperamos luego en el bar para tomar algo. Es su cumpleaños y nunca le he regalado nada importante. Siempre me recuerda que se me olvidan los aniversarios. Pero esta vez será especial. Llevo planeándolo bastante tiempo y quiero darle una sorpresa: haremos un crucero.
Hay un momento, dos horas después, en que el tren deja la estación e Isabel apoya la frente en la ventanilla. Trata de recordar fielmente cada palabra que ha puesto, con mezcla de lágrimas y tinta, en la nota que ha dejado pegada a modo de despedida.
Es un instante preciso, coincidente con el traqueteo de unas vagonetas que recorren otras vías bajo tierra y transportan a mineros exhaustos —alguno acariciando un sueño que quiere hacer realidad— hacia la jaula del elevador que los conducirá a la salida.
Luciano Maldonado
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