Por fin el edén


 

Por fin el edén


Uno


Estaba adormilándose en la hamaca, abandonado al sonido del vaivén de las olas. Mientras la

voluntad le echaba un pulso a la pereza, se acordó de las láminas de Gaugin en su despacho de

Madrid. Era un lujo experimentar el mismo espacio de luz en que el pintor quedó para siempre

cautivado.

Cuando el ruido fue ganando fuerza, pudo observar, minúscula, la silueta de un hidroavión que

se aproximaba.

Dio un salto y se encaminó al velero que hacía unas semanas les había descubierto el ansiado

edén. En cuanto lo vio, supo que era el barco justo para darle un giro total al rumbo anodino de

la vida.

El dinero ahorrado durante años, su comisión por la fusión de los bancos, la herencia familiar

que recibió su mujer, todo ello serviría para hacer suyo aquel pequeño trozo de paraíso.

Terminó de cubrir con las urdimbres ya preparadas de palmas el resto de la popa. Todo

camuflado. Entonces vio que el hidroavión sobrevoló bajo y en círculo, antes de alejarse

definitivamente.

 

  Y dos


—Oye, prepara alerones y vira a la izquierda.

—¿Ha visto algo anormal, comandante? Porque ya sería casualidad que nos encontremos con

algo extraño...

—No sé... Me pareció ver un barco ahí. La vegetación es muy tupida. Bueno, a lo mejor es una

alucinación después de tantos días revisando.

—No se preocupe más, señor. ¿Quién podría haber burlado el cerco impuesto por los radares

desde hace un mes? Otra cosa: por muy necio que sea alguien, siempre hay radio en que poder

tropezarse con noticias y avisos continuos. Además, en estos atolones le resultaría difícil

sobrevivir incluso a un salvaje. De todos modos, hay que regresar. Sólo queda una hora para la

cuenta atrás, para el gran ensayo nuclear de las últimas décadas.

                                          

                                                                                                    Luciano Maldonado

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