La Voluntad (A Justo Gallego, fiel a su ardua obra)


 

La voluntad

Luciano Maldonado Moreno (octubre - 2021)

    Había cesado la lluvia minutos antes, pero no aún la gotera, que con constancia, tras pausas cada vez más dilatadas, precipitaba desde la bóveda una blanda perla sonora para romper el gran silencio. Fue un resorte que hizo que el anciano apoyara las manos sobre los muslos antes de abandonar la silla con ánimo de erguir su escuálida figura. Hacía un frío implacable. A un par de metros tan sólo de la fogata que había preparado en el bidón, la humedad se había hecho dueña de todo. Entonces cogió un madero y lo arrojó dentro, para que las llamas tuvieran suficiente alimento durante su ausencia.

    Era la enésima vez que cruzaba la nave y, como siempre que lo hacía, sus pasos resonaron ampliados en medio de la gran caja acústica envolvente. Para llegar a la escalera, tuvo que caminar por un pasillo entre montones de enormes botes de pintura, sacos de cemento y escayola apilados en desorden, algunos ya abiertos, o reventados, con el polvo de sus entrañas derramado por el suelo, también entre rollos deformes de alambres, barras de hierro oxidado, marcos mutilados de puertas, cajas variopintas de cartón, madera o plástico, llenas de trozos multicolores de azulejos… En fin: un paraíso de desechos de diversas obras que habían ido dejando, desde hacía mucho tiempo, numerosas huellas en su guardapolvo azul.

    Llegado al piso superior, el hombre cogió una larga vara y ascendió otros seis peldaños más por una escalera de mano apoyada en la pared. Con ayuda de dicha pértiga, en equilibrio admirable teniendo en cuenta su edad, fue moviendo la chapa ondulada del techo por la cual se filtraba la gotera. De momento, era un buen remedio para pasar la noche. Al día siguiente, si no llovía, terminaría adecuadamente esa parte de la techumbre por fuera.

    Luego, antes de decidirse a bajar, se detuvo para contemplar unos instantes el rosetón de rojos y amarillos que daba luz a la parte alta de la construcción. Visto desde treinta metros de distancia, parecía un broche perfecto, un galardón que desde el más allá se le concedía, sin haberlo pedido, tras sesenta años de dedicación en solitario esfuerzo.

    Finalmente, descendió hasta la cripta. Allí, cerca del altar levantado en la cabecera de la sombría estancia, se tumbó en el hueco que tenía destinado para su propia sepultura. Su costumbre era rezar todos los días una oración en ese mismo lugar y con idéntica posición del cuerpo. Una gran casa para Dios y una humilde tumba para su siervo.

A Justo Gallego,

fiel a su ardua obra.


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